Cuando una persona se encuentra ante una ley o una sentencia injusta, se le suele plantear un dilema: obedecerla, como se supone que hay que hacer con las leyes, o infringirla, siguiendo lo que consideramos que es justo.
La respuesta a esta pregunta no es sencilla. Si defendemos y proclamamos que es deseable desobedecer las leyes injustas, podríamos ser acusados de estar a favor del desorden, pues cada cual podría juzgar las leyes según sus intereses y no acatar todas aquellas que no le beneficiaran. De esa manera, podría parecer, por ejemplo, que justificamos el no pagar impuestos a quienes crean sinceramente que no es justo repartir el dinero público favoreciendo a los que menos tienen. Por otra parte, defender que es bueno desobedecer todas las leyes, sentencias o castigos tampoco es sencillo. Basta con fijarse en la pena de muerte, en los casos de lapidación o en leyes discriminatorias; ¿seríamos buenas personas al acatar este tipo de leyes? En ningún caso.
Ante este dilema, la postura que voy a defender es que no siempre hay que obedecer las leyes injustas.
En primer lugar, es preciso aclarar que cuando hablo de leyes injustas en este contexto me refiero a leyes y sentencias flagrantemente injustas, es decir, aquellas que atentan contra la vida o la integridad física o psicológica de otro ser humano, aquellas que generan situaciones de discriminación e inferioridad a un grupo humano o, por último, aquellas que violan algún derecho fundamental de cualquier persona, especialmente de las más vulnerables.
Leyes, sentencias o castigos que atentan contra la vida son, por ejemplo, la pena de muerte o los casos de lapidación de los que tenemos información a través de las noticias. Leyes que discriminan son leyes que han existido y existen todavía en muchas zonas del mundo y que prohíben a las mujeres u otros colectivos, estudiar, votar o trabajar.
Cuando nos encontramos con leyes de este tipo, a veces puede ser bueno desobedecerlas, siempre que la desobediencia se transforme en reivindicación y se cumplan una serie de condiciones.
La primera de ellas es que en ningún caso se deben desobedecer leyes por capricho o por conveniencia o beneficio personal, sino que es importante que la razón y la motivación que lleven a la desobediencia sea el deseo de un cambio de la ley hacia otra más justa.
En caso contrario, muchas personas lucharían, no por un sistema más justo, sino por su beneficio personal, de modo que la desobediencia como reivindicación de justicia quedaría desvirtuada. Lo que importa al desobedecer una ley injusta es el cambio de esta y el progreso social, no el personal.
En segundo lugar, la desobediencia no debe efectuarse ni dar lugar a una situación de violencia, agresividad o guerra, pues en ese caso la reivindicación de un cambio hacia una situación más justa perdería su razón de ser. No se puede luchar contra la violencia y la agresión física por medio de esta, ni se pueden defender los derechos fundamentales de las personas pisoteándolos, tal y como sucede siempre en las guerras.
Por último, es importante que la desobediencia se haga de forma pública. Si no se hace así y se mantiene en el ámbito privado, no es posible que esta se transforme en reivindicación social y, además, se corre el peligro de que parezca que la desobediencia viene motivada por el interés personal.
Hay muchos ejemplos en la historia en los que desobedecer públicamente una ley injusta ha obligado al cambio de esta o a su abolición. El caso de Rosa Parks, la mujer negra que se negó a aceptar y obedecer la norma según la cual los negros solo podían ocupar una determinada zona del autobús, generando, la segregación entre blancos y negros, es un ejemplo de ello.
Obedecer las leyes injustas y guardar silencio ante ellas es una forma de perpetuar una ley y un sistema injusto.
Si queremos cambiar ese sistema y luchar por una mayor justicia, debemos hacer frente a las normas y leyes que nos alejan de ella, siempre y cuando se cumplan las condiciones antes mencionadas.